miércoles, 20 de mayo de 2015

Mi pequeño zafiro

Todo estaba oscuro, estaba cómodo pero sentía la necesidad de abrir los ojos y despertar. Poco a poco se fue rompiendo, era redondo y de una tonalidad celeste, de él comenzó a salir lentamente lo que parecía un lagarto del mismo color. Era el último de los huevos que quedaba por abrirse, el pequeño dragón observó a sus compañeros de nido y levantó la cabeza para ver a su madre, una majestuosa dragona color carmesí.
El pequeño dragón observaba todo, comenzaba a andar y a relacionarse con sus compañeros de nido, la mayoría eran del color de su madre aunque también había algunos como él.
Sus sentidos por fin despertaron aunque durante los siguientes días debería de depender de la gran dragona para subsistir. Su madre les alimentaba y les protegía a él y sus hermanos de cualquier criatura que les fuese a hacer daño pero, el mayor problema con el que tenía que lidiar el pequeño dragon no eran los peligros de fuera del nido.
Había un grupo muy reducido de dragones en el nido que se parecían a él y la mayor proporción de crías de color rojo marcaba la diferencia en las prioridades. Poco a poco el nido se dividió en dos grupos, los dragones color carmesí y los de color zafiro.
Las crías fueron creciendo con los cuidados de su madre y fue cuando los dragones carmesí se revelaron.
Las madres estaban ya acostumbradas a estos sucesos, siempre había un pequeño grupo de dragones que era devorado por otro mucho mayor.
Las crías carmesí con más tamaño comenzaron a arañar y a morder a sus pequeños hermanos azules que solo podían corretear por el nido. El pequeño dragón zafiro decidió esconderse entre los trozos de carne de otras criaturas que, posteriormente, serían su cena... si sobrevivía.
Los dragones rojos usaban su cuerpo como arma y comenzaron a cazar a algunos dragones azules y fue entonces cuando la madre dragona se marchó del nido, sus crías habían crecido y ya podían valerse por sí mismas.
Los dragones azules vieron como su madre se marchaba y supieron que todo dependía de ellos. Habían visto muchas veces como la gran dragona volaba por los cielos y traía los cuerpos de otras criaturas desgarrados y con algunas quemaduras del fuego de dragón, para ellos no era ya ninguna sorpresa ver como algunos de los suyos caían en el nido llenos de sangre con marcas de colmillos en sus pequeños cuerpos.
El dragoncito azul escondido entre los restos de comida veía como sus amigos salían heridos de las peleas con los dragones rojos y saltó a ayudarles; los dragones rojos tenían mucha más fuerza física por naturaleza pero los azules controlaban mejor la magia y así el dragón más joven comenzó a distraer a sus hermanos carmesí con destellos de luz que en un futuro serían algún tipo de aliento. Los dragones azules que estaban siendo golpeados y maltratados optaron por saltar del nido, pensaban que si se quedaban morirían de la misma forma o peor que si caían al vacío.
Algunos de ellos no lo lograron y cayeron por la ladera de la montaña en la que estaba colocado el nido, pero los demás consiguieron volar y escaparon. El pequeño de los dragones azules saltó tras sus compañeros, lideró el vuelo y con un gruñido de victoria descendieron de la montaña.
Sentían por primera vez el viento chocar contra sus escamas, comenzaban a controlar el movimiento de sus alas para manejar el vuelo y vieron por primera vez el mundo que había frente a ellos, lleno de colores y de formas que no podían haber visto desde el nido.
Así un pequeño grupo de jóvenes dragones azules se repartió por un bosque cercano a la montaña donde crecieron y aprendieron de la naturaleza.

viernes, 8 de mayo de 2015

El brillo de una nueva esperanza 1

—Madre. Me marcho ya. —dijo Argus mientras abrazaba a Aife.

—Ten cuidado hijo. Vuelve sano y salvo. —Se despidió Aife con lágrimas en los ojos.

Ella siempre despedía con tristeza a su hijo. Cuando él vestía su traje de soldado y marchaba al campo de batalla no podía evitar recordar a Jhon, el padre de Argus, que murió en la guerra hace veinte años.

Tras despedirse de su madre, Argus fue hasta el pie del castillo de Nhast, un impetuoso edificio de piedra maciza que parecía poder resistir cualquier ataque con sus gruesas murallas. En el patio del castillo se reunían todos los soldados con su capitán para emprender la marcha.
En esta ocasión, al escuadrón al que pertenecía Argus, le habían asignado la misión de ir a explorar el Desfiladero del Infierno.

Estaba a medio día de camino de la ciudad. El escuadrón tenía que limpiar la zona de cualquier criatura que pudiese poner en peligro a los ciudadanos de Nhast, a los viajantes, o a los mercaderes.
Los guerreros se preparaban con su equipamiento más pesado para guardar el frente de batalla. Por otro lado, los arqueros se armaban con arcos y flechas para cubrir la retaguardia.

Un escuadrón de 15 soldados junto a su capitán marchó hacia el Desfiladero del Infierno. El lugar era fácil de reconocer, parecía como si alguien hubiese partido la tierra con un hacha gigante, o así lo contaban siempre en la escuela cuando eran pequeños. En los resquicios del desfiladero había muchas cuevas y túneles que los Baskahl usaban como escondite cuando el ocaso llegaba.

Los humanos llamaban Baskahl a las criaturas que vivían salvajes por las regiones montañosas y que se dedicaban a atacar a cualquier ser para poder alimentarse. Parecían osos feroces de gran tamaño con una silueta que se asemejaba al de los perros. Tenían unos enormes colmillos que sobresalían de sus fauces, pero lo peligroso de los Baskahl era su saliva, que estaba lo suficientemente contaminada como para hacer enfermar a la presa que mordiese en cuestión de minutos, si no la mataba antes, y, además, la fuerza que les otorgaba su gran tamaño y sus afiladas garras que podían convertir en astillas el tronco de un árbol.

Los soldados de Nhast se encargaban de evitar que los Baskahl viviesen lo suficiente como para ser una amenaza, por eso se realizaban viajes al Desfiladero del Infierno con frecuencia. No era la primera expedición de Argus, llevaba ya cinco años de servicio y había sobrevivido a todos los peligros a los que se enfrentaban.

A mitad de camino, el grupo decidió descansar e idearon una estrategia de contraataque ante la posibilidad de algún ataque de los Baskahl. Se levantaron muy temprano y llegaron al Desfiladero del Infierno antes del mediodía. El sol estaba en su plenitud y se podía ver perfectamente las cuevas que se formaban en los peñascos.

Ya se podían divisar los Baskahl. Los más atrevidos estaban al acecho, expectantes de que algún humano cometiese la imprudencia de entrar en su territorio. El grupo que iba en el frente era el de los guerreros, más atrás se quedaban los arqueros con los arcos listos con la intención de acabar con ellos.

Empezaron a disparar, pero los Baskahl eran muy rápidos, esquivaron y rompieron las flechas con sus mandíbulas y alcanzaron a los hombres. Comenzó así una sangrienta batalla.

A pesar de que los Baskahl eran jóvenes, tenían la suficiente fuerza para derribar a un hombre de un zarpazo, y así fue, más de un guerrero saltó por los aires con graves heridas de garras en los brazos y torso.

Los arqueros disparaban flechas lo más rápido que podían pero solo eran efectivas aquellas que acertaban en los ojos o la boca del Baskahl, la gruesa piel hacía de escudo natural para los proyectiles.

Eran cinco de ellos y, en pocos minutos, habían acorralado a los hombres que intentaban resistir. El grupo de humanos se había reducido así que optaron por utilizar la estrategia de combate que habían ideado.

Los arqueros distrajeron a los Baskahl mientras los guerreros pasaban por debajo de ellas y atacaban directamente a sus estómagos. Ésta era una estrategia arriesgada porque los Baskahl no dudarían en atacar a los guerreros que se encontraban bajo ellas.

Argus pasó por debajo de una de las grandes bestias y acuchilló a una de sus patas traseras dejándola sin estabilidad, así los arqueros pudieron apuntar mejor a sus puntos flacos. El resto del grupo lo imitó, aunque fueron pocos los que salieron ilesos.

Consiguieron abatir a dos de las enormes criaturas y, entonces, las tres restantes enfurecieron. Comenzaron a golpear todo lo que estuviese a su alcance, el grupo de humanos tuvo que aferrarse a su agilidad para no sucumbir ante los ataques. Los Baskahl, ciegos de cólera, se atacaban entre sí, chocaban contra las paredes del desfiladero y provocaban desprendimientos.

Dos de ellos comenzaron a pelear y mientras se debatían entre fieros mordiscos, los arqueros seguían lanzando flechas, esta vez más precisas que las anteriores. Ambos cayeron y solo quedaba uno, el capitán lo enfrentó cara a cara para que se distrajese con él. Tuvo que hacer uso de toda su experiencia para no ser alcanzado por la bestia.

Se cubría con su escudo para no ser arrojado y la provocaba con la espada, pero en uno de los ataques de la criatura, ésta le arrancó el escudo lesionando el brazo del capitán. Cuando ya estaba a su merced, una de las flecha entró por su ojo haciéndolo retorcerse de dolor. Los guerreros socorrieron al capitán y la espada de uno de ellos fue directa a la garganta del Baskahl.

Habían perdido a tres hombres que habían sido alcanzados por sus colmillos y otros dos estaban gravemente heridos entre las rocas que se habían desprendido, los demás, que solo tenían lesiones superficiales, se llevaron a sus compañeros heridos de vuelta a casa donde les aclamaron y vitorearon.
Los heridos los llevaron a los sanadores del castillo, los mejores de todo Nhast, y a los difuntos se les realizó un funeral digno de un héroe.

Argus volvió a casa donde le recibió su madre, dándole gracias a los dioses porque su hijo se encontraba bien.

—Han dicho que la cacería ha sido muy sangrienta. ¿Estás bien? —preguntaba preocupada Aife.

—Sí madre —contestó Argus— .Esta vez las bestias casi nos cazan a nosotros, pero hemos conseguido sobrevivir de algún modo —Hizo una breve pausa—  .Madre, el general Cuthos  me ha pedido que mañana vaya a verle.

Argus y Aife siempre intentaban evitar hablar de esos temas que provocaban una alta tensión en el ambiente, si alguien reclamaba al joven soldado significaba que iría en alguna otra misión peligrosa y Aife se volvería a quedar sola.

—¿Otra vez?¿Qué quiere el general esta vez? ¿Qué vayas a las Cumbres Nevadas a acabar con los trols? ­— Aife levantaba la voz dejando en evidencia la ironía y el desacuerdo por su parte de un nuevo viaje de Argus.

—No lo creo madre. Mañana veré qué es lo que quiere y te lo diré lo más pronto posible —dijo en un tono amable para intentar tranquilizarla—  .Pienso cargar con el honor que mi padre no tuvo oportunidad de llevar. Te lo prometo.

Las palabras de Argus sonaron como una bendición y, a la vez, una tragedia para Aife. Su hijo estaba dispuesto a luchar por el reino y por su padre y no podía detenerle, era su deber como hijo de un soldado.

lunes, 4 de mayo de 2015

El brillo de una nueva esperanza

Jhon era el más joven del grupo. Montaba su blanco caballo, quieto, en la gran llanura junto a sus compañeros. Los estandartes enemigos se divisaban en la lejanía mientras su capitán, con espada en mano, bramaba palabras de ánimo y esperanza.
El ruido de la guerra, el ruido previo a la devastación, llenaba por completo la mente del joven e inexperto soldado. Él sabía que esta guerra estaba perdida pero que sería determinante para las siguientes generaciones.
Los soldados siempre luchaban por el reino, por el rey, pero... ¿qué pasaba con los ciudadanos?¿Qué pasaría con Aife, su esposa? Las leyes le impedían rechazar ir al campo de batalla, la llamada de su capitán siempre debía ser más importante que la de cualquier persona con un rango inferior al suyo.
Comenzó a recordar como su padre salió con su tropa en alguna guerra anterior que él no alcanzaba a recordar, la incertidumbre de no saber que ocurría fuera de las murallas de la ciudad ahogaba los corazones de las personas que se quedaban atrás. Él era muy pequeño en aquel entonces y su madre solo podía intentar distraerle para que no pensase en la batalla que se disputaba. Recordó el momento en que la tropa volvió a la ciudad, el joven Jhon, expectante de que su padre apareciese por el portón, quedó desolado al ver que lo único que regresó era su escudo, el cual portaba ahora él en este momento.
Jhon levantó la cabeza hacia el cielo despejado que presentaba ese fatídico amanecer, maldijo a los dioses por mandarlo ese día a ese lugar. Desearía estar al lado de su mujer en el parto de su primer hijo, lo llamarían Argus. Sonrió con ese último pensamiento.

La guerra estaba a punto de empezar, Jhon bajó la cabeza, miró al frente y con decisión aceptó la batalla que debía afrontar. Jhon y sus compañeros mantuvieron la posición, las líneas enemigas comenzaron a avanzar, las banderas ondeaban al galope de los caballos y los tambores comenzaron a sonar.