Todo estaba oscuro, estaba cómodo pero sentía la necesidad de abrir los
ojos y despertar. Poco a poco se fue rompiendo, era redondo y de una tonalidad
celeste, de él comenzó a salir lentamente lo que parecía un lagarto del mismo
color. Era el último de los huevos que quedaba por abrirse, el pequeño dragón
observó a sus compañeros de nido y levantó la cabeza para ver a su madre, una
majestuosa dragona color carmesí.
El pequeño dragón observaba todo, comenzaba a andar y a relacionarse con
sus compañeros de nido, la mayoría eran del color de su madre aunque también había
algunos como él.
Sus sentidos por fin despertaron aunque durante los siguientes días
debería de depender de la gran dragona para subsistir. Su madre les alimentaba
y les protegía a él y sus hermanos de cualquier criatura que les fuese a hacer
daño pero, el mayor problema con el que tenía que lidiar el pequeño dragon no eran los peligros de fuera del nido.
Había un grupo muy reducido de dragones en el nido que se parecían a él
y la mayor proporción de crías de color rojo marcaba la diferencia en las
prioridades. Poco a poco el nido se dividió en dos grupos, los dragones color
carmesí y los de color zafiro.
Las crías fueron creciendo con los cuidados de su madre y fue cuando los
dragones carmesí se revelaron.
Las madres estaban ya acostumbradas a estos sucesos, siempre había un
pequeño grupo de dragones que era devorado por otro mucho mayor.
Las crías carmesí con más tamaño comenzaron a arañar y a morder a sus
pequeños hermanos azules que solo podían corretear por el nido. El pequeño
dragón zafiro decidió esconderse entre los trozos de carne de otras criaturas
que, posteriormente, serían su cena... si sobrevivía.
Los dragones rojos usaban su cuerpo como arma y comenzaron a cazar a
algunos dragones azules y fue entonces cuando la madre dragona se marchó del
nido, sus crías habían crecido y ya podían valerse por sí mismas.
Los dragones azules vieron como su madre se marchaba y supieron que todo
dependía de ellos. Habían visto muchas veces como la gran dragona volaba por
los cielos y traía los cuerpos de otras criaturas desgarrados y con algunas
quemaduras del fuego de dragón, para ellos no era ya ninguna sorpresa ver como
algunos de los suyos caían en el nido llenos de sangre con marcas de colmillos
en sus pequeños cuerpos.
El dragoncito azul escondido entre los restos de comida veía como sus
amigos salían heridos de las peleas con los dragones rojos y saltó a ayudarles;
los dragones rojos tenían mucha más fuerza física por naturaleza pero los
azules controlaban mejor la magia y así el dragón más joven comenzó a
distraer a sus hermanos carmesí con destellos de luz que en un futuro serían
algún tipo de aliento. Los dragones azules que estaban siendo golpeados y
maltratados optaron por saltar del nido, pensaban que si se quedaban morirían
de la misma forma o peor que si caían al vacío.
Algunos de ellos no lo lograron y cayeron por la ladera de la montaña en
la que estaba colocado el nido, pero los demás consiguieron volar y escaparon. El
pequeño de los dragones azules saltó tras sus compañeros, lideró el vuelo y con
un gruñido de victoria descendieron de la montaña.
Sentían por primera vez el viento chocar contra sus escamas, comenzaban
a controlar el movimiento de sus alas para manejar el vuelo y vieron por
primera vez el mundo que había frente a ellos, lleno de colores y de formas que
no podían haber visto desde el nido.
Así un pequeño grupo de jóvenes dragones azules se repartió por un
bosque cercano a la montaña donde crecieron y aprendieron de la naturaleza.